El ambiente era frío
pero su sola presencia otorgaba calidez al lugar. Ella era coqueta y muy
atractiva. Ella lo sabía y disfrutaba con ello. Compartir estancia a su lado
era un continuo juego de flirteo.
Yo me encontraba a escasos dos metros de donde estaba, como
siempre. Sinceramente, no sé decir seguro qué es lo que me enganchaba a su
compañía pues muchas veces quería huir lejos de su lado, pero algo me lo
impedía. Debe ser que me ayudaba a olvidar todo lo demás por más que lo tuviera
grabado a fuego en la mente. Si mi situación era oscura ella le otorgaba luz.
Me hacía creer ser una persona mejor, una persona diferente.
Ella era presumida. Ella era muy presumida. Tenía todo lo
que una persona podía desear. Lo peor es que le encantaba fanfarronear de ello.
Tenía la familia perfecta, la pareja perfecta, los amigos perfectos. Se
despertaba cada mañana en casas de ensueño. Conducía preciosos coches de todas
las épocas, aunque de lo que disfrutaba presumiendo realmente era de sus
veleros. Quizá lo que más me atrajera de ella fuera que podía rozar en su
presencia una vida llena de lujos y rodeado de envidiada gente, vida que se
distanciaba mucho de la que a mí me tocó.
Su conversación era muy agradable. Tenía miles de anécdotas
que contar. Sus historias de viajes y aventuras vividas me hacían gozar como si
fueran recuerdos míos de una vida amena que había olvidado por completo. No se
parecía en absoluto a mi sí recordada vida real.
Era envidiable, al igual que todo lo que provenía de ella,
su retórica. Tenía una capacidad de persuasión increíble e intimidante al mismo
tiempo. Podía sentarme un día frente a ella con plenas convicciones respecto a
un tema y tras despedirme me alejaba arrastrando con los pies los restos de mis
argumentos. Probablemente eso fuera un defecto de ella. Probablemente eso fuera
una virtud de ella. Me ayudaba, supongo, a pensar. Ella era cabezota, eso sí.
No me dejaba equivocarme de camino. Sabía qué era lo que más me convenía, pues
ella era lista y yo no tanto a su lado. Si estaba equivocado en mis
convicciones me aconsejaba con fuertes argumentos a replantearme mi postura. «Obligaba»
puede que fuera la palabra idónea, no sé, ella lo sabrá. Si aun así no me
convencía insistía porque quería lo mejor para mí, que era lo mejor para ella.
Ella era absorbente, única e inimitable. Me hacía único e
inimitable. De la misma forma que la única e inimitable de mis amigos les hacía
únicos e inimitables a ellos. Únicos e inimitables eran también mis vecinos
gracias a ellas. Y mis familiares, y aquellos desconocidos con los que me
cruzaba. Todos éramos únicos e inimitables, grandes poseedores de una vida que
no era nuestra, de un pensamiento que no era nuestro, de unos sueños que
tampoco lo eran. Ella hacía por nosotros todo eso y mucho más, pues ella es más
que una simple televisión, ella es la guía idolatrada que todos tenemos y
disfrutamos, a pesar de que lo queramos o no.